Transoxiana Journal

Transoxiana 10 - Julio 2005
Índice

Fuentes históricas antiguas y modelos teóricos modernos.

Reflexiones metodológicas sobre el Antiguo Testamento y la historia de Israel*

Emanuel Pfoh

Universidad Nacional de La Plata

RESUMEN

La utilización de modelos teóricos provenientes del ámbito de las ciencias sociales ha sido una parte constituyente del análisis y la interpretación de fuentes históricas antiguas desde, al menos, mediados del siglo XIX, en un intento lícito por comprender y explicar la conformación de las sociedades que produjeron esas fuentes así como también las intenciones e intereses de grupo y de clase presentes en ellas. Sin embargo, usualmente no se contempla el carácter primario o secundario de estas fuentes históricas ni se habilita la posibilidad de comprender el contexto en el cual surgieron estas fuentes. Es precisamente en el ámbito de la historia antigua donde encontramos la mayor dificultad. Tomando como ejemplo la utilización que se ha hecho en los últimos dos siglos de los escritos que conforman el Antiguo Testamento para tratar de construir una imagen confiable de los aspectos sociales, económicos y políticos de la historia de Israel en la antigua Palestina, intentaremos ofrecer en la presente comunicación objeciones metodológicas así como críticas epistemológicas. Asimismo, consideraremos algunos principios de método historiográfico que nos pueden ayudar a construir una historia crítica de Israel en la antigua Palestina evitando, a su vez, tanto las concepciones religiosas de los estudios tradicionales como las realidades históricas virtuales creadas a partir de modelos teóricos que carecen de confirmación externa.

Introducción

De manera general, se puede indicar que la utilización de modelos teóricos provenientes del ámbito de las ciencias sociales ha sido una parte constituyente del análisis historiográfico y de la interpretación de fuentes históricas antiguas desde, al menos, mediados del siglo XIX, en un intento lícito por comprender y explicar la conformación de las sociedades que produjeron esas fuentes así como también las intenciones e intereses de grupo y de clase presentes en ellas. Sin embargo, en el ámbito de los estudios de la historia del antiguo Oriente esta utilización no se ha producido sino hasta décadas recientes. En general, estos estudios han estado dominados durante gran parte de los últimos doscientos años de investigación moderna por la disciplina filológica –esencial en la interpretación de textos escritos en lenguas no habladas por milenios– y por la práctica arqueológica –fundamental para recuperar espacios antiguos, el modus vivendi de culturas ya extinguidas–. Y, en efecto, lo que ha estado faltando en los estudios antiguo-orientales –como alguna vez señalara Mario Liverani– es una perspectiva histórica crítica capaz de integrar los datos lingüístico-textual y arqueológico en una síntesis histórica que contemple la interacción de aspectos económicos, sociales y políticos y que, asimismo, haga uso de conceptos provenientes de las propias disciplinas sociales para comprender de un modo más sofisticado la naturaleza de las sociedades antiguas.

Desde otro flanco de la investigación, a partir de mediados de los años sesenta, en los ámbitos académicos europeos y norteamericanos, diversas técnicas de análisis literario empezaron a ser aplicadas a las literaturas orientales; especialmente, aquellas técnicas provenientes del estructuralismo francés y el formalismo ruso. Asimismo, el estudio del Antiguo Testamento en tanto fuente histórica de Israel en la antigüedad oriental siguió un camino similar. En el ámbito arqueológico, por su parte, y exceptuando el hecho fortuito de importantes descubrimientos, la situación teórico-metodológica no variaba demasiado con respecto a épocas anteriores; la arqueología de Palestina siguió anclada a principios y resultados interpretativos rezagados del desarrollo general de la teoría arqueológica en otros ámbitos de investigación1.

En última instancia, este último anquilosamiento metodológico general puede atribuirse a una cuestión precisa. El estudio del antiguo Oriente constituye un formidable “laboratorio” experimental de técnicas interpretativas puesto que –como señala Liverani (1995 [1988], 24)– “al estar situado en el umbral de la historia, tiene que ver con fenómenos que precisamente entonces estaban alcanzando complejidad, pero que permanecen lo bastante alejados de nosotros como para evitar que unos lazos culturales o emocionales nos impidan hacernos una idea cabal del verdadero funcionamiento de los distintos factores”; y esta parece ser la situación –especialmente en nuestros días– cuando de cuestiones generales se trata: las técnicas del origen de la agricultura; las técnicas metalúrgicas; el proceso de urbanización; el funcionamiento del comercio interregional de bienes suntuarios; etc. Sin embargo, otros temas de mayor controversia histórica siguen estando –de manera notable– influenciados por claras preconcepciones y sesgos culturales occidentales; sin duda, debido al hecho preciso de cómo nos afectan en nuestro presente. Y uno de estos principales temas está constituido, precisamente, por la causa del comienzo de la investigación arqueológica en Medio Oriente en épocas modernas, desde el siglo XVIII en adelante: la cuestión de la historicidad de las imágenes evocadas en las páginas del Antiguo Testamento, o Biblia Hebrea. Dicho en pocas palabras, el crecimiento de la obsesión de Occidente con la historicidad de las imágenes bíblicas ha ido en detrimento de la aplicación de técnicas más precisas y apropiadas de investigación; y aun cuando estas técnicas hayan sido empleadas con un cierto éxito, el resultado ha sido una mera paráfrasis racionalizada de las narrativas bíblicas y no una mejor comprensión, por un lado, de su naturaleza literaria y, por otro, de la historia de Israel y de las sociedades de la antigua Palestina (de las cuales Israel forma parte).

En este sentido, pues, la historia de Israel en la antigüedad oriental ha estado –y sigue estando aún en nuestros días– fuertemente condicionada por la indudable influencia sociocultural que poseen los escritos bíblicos, en tanto parte de la memoria cultural de Occidente, en nuestras sociedades actuales (cf. Maier, 1995). Vale decir, la mayor parte de la historiografía sobre Israel en el antiguo Oriente ha partido en sus investigaciones de una inamovible premisa: los hechos descritos en la narrativa bíblica tuvieron lugar en la historia; las descripciones sociales, políticas y económicas presentes en el Antiguo Testamento son históricamente confiables; y así muchas más.

Ahora bien, es indudable que estas aseveraciones tienen como única fundamentación el peso de la fe judeocristiana y, en consecuencia, la historiografía tradicional, cuando escribe “historias modernas del antiguo Israel” en realidad está creando, como ya notamos, paráfrasis racionalizadas del texto bíblico que carecen –de manera considerable– de una confirmación externa confiable y segura. Desde, al menos, la década de los ’70, la historia de Israel ha ido sufriendo embates progresivos que han descartado, uno tras otro, episodios bíblicos otrora considerados históricos: primero fue el período de los Patriarcas en Palestina; en los años ’80 fueron la conquista de Canaán, producida por israelitas provenientes del desierto, y el período premonárquico de los Jueces, como se describe en el libro bíblico homónimo; en los ’90 fue, finalmente, el período de la Monarquía Unida de David y Salomón2. Esta progresión nos está indicando algo más que una simple disminución en el grado de historicidad de la narrativa bíblica. Nos está indicando, precisamente, la no-historicidad de lo evocado en la narrativa bíblica; no porque la Biblia “mienta” o no tenga razón, sino porque la Biblia es producto de un discurso que representa lo pasado, que habla de un tipo de historia, de una manera muy distinta a nuestro modo racional de hacerlo. Consecuentemente, una historia de Israel en la antigua Palestina debería escribirse poniendo a un lado la sola interpretación de la narrativa del Antiguo Testamento y apelando a métodos e información más adecuados.

Mi intención en esta comunicación es presentar algunos principios críticos de método historiográfico para tratar de ofrecer algunos puntos de partida para una representación histórica del pasado de Israel distinta de las racionalizaciones modernas que surgen de interpretar el texto bíblico en clave historicista.

Entre fuentes y modelos teóricos: la cuestión de hacer historia

Una primera cuestión de debemos tratar es la de las fuentes históricas. El historiador del antiguo Oriente debe ser capaz de manejar información proveniente de varias disciplinas auxiliares (la arqueología, la paleografía, la etnografía, la antropología, la sociología, entre otras) pero se encuentra –al parecer– realmente en sus dominios cuando interpreta fuentes textuales. Es en este punto que una primera observación de carácter metodológico debe hacerse. En efecto, es fundamental distinguir entre fuentes históricas primarias y fuentes históricas secundarias. Esta distinción se remonta a los días del positivismo reinante durante el siglo XIX y uno de sus más notables exponentes fue el historiador alemán Leopold von Ranke (1795-1886). Consideraciones aparte al respecto de su intención de rescatar el pasado objetivo, de narrar los hechos “como en realidad han sucedido” (wie es eigentlich gewesen), la distinción propuesta por von Ranke resulta muy útil al historiador de la antigüedad puesto que le permite poner en perspectiva crítica la información que está escrutando. En pocas palabras, una fuente textual primaria hace referencia a eventos contemporáneos a su producción, pertenece a la misma época que evoca y, entonces, tendrá preeminencia por sobre fuentes posteriores. Asimismo, la información arqueológica y epigráfica es considerada también como fuente primaria. Por su parte, las fuentes secundarias (y terciarias) no son contemporáneas de los hechos que describen (cf. Niehr, 1997, 157-162; Lemche, 1998, 22-34). De la misma manera, y agregando solidez a esta metodología, podemos recordar el principio sostenido por otro historiador alemán, Johann Gustav Droysen (1804-1884), de acuerdo con el cual el historiador debe escrutar las fuentes haciendo el intento por distinguir entre los hechos relatados qua elemento objetivo (Überreste) y la interpretación (Bericht) presente en la propia fuente3.

Por supuesto, el quiebre epistemológico producido a partir de los años ’60 en el seno de las disciplinas sociales –aquello usualmente referido como “crítica posmoderna”–, nos insta a reconsiderar esta última distinción. Indudablemente, la ubicación de un “hecho objetivo” en una fuente constituye, asimismo, un aspecto interpretativo –por cierto, algo ya señalado previsoramente por un historiador danés en 19114–. Lo que sí podemos distinguir, es la evaluación interpretativa antigua de un hecho –presente en la propia fuente– y la evaluación que el historiador moderno puede hacer del mismo. Pero a los efectos mismos de nuestra discusión, el aporte de estos historiadores debe considerarse como un recordatorio heurístico del proceder analítico del historiador, como momentos en la etapa de investigación. Así pues, una vez hecha esta distinción entre fuentes primarias y secundarias, la cuestión crítica ahora es aproximar una lectura interpretativa; esto es, saber cómo leemos un texto antiguo (primario y secundario), cómo interpretamos las fuentes para hacer historia. En este sentido, hace varios años Liverani señalaba que lo que deberíamos hacer es “ver el documento no como una «fuente de información», sino como información en sí misma; no como una apertura a una realidad que yace más allá sino como un elemento que crea esa realidad”5, y ciertamente esta misma consideración puede ser aplicada a la interpretación histórica (¡no historicista!) del texto bíblico en tanto fuente.

Desde esta perspectiva, entonces, los escritos bíblicos nos proporcionan, indirectamente, mucha más información acerca de las ideas y concepciones de la época de su creación que de hechos históricos concretos (supuestamente) descritos en sus páginas. Esa “información en sí misma” y ese “elemento que crea esa realidad”, referidos por Liverani, constituyen el discurso creador de sentido de la sociedad que produjo las fuentes. No podemos utilizar esta información directamente; antes, debemos “decodificarla”, tratar de comprender por qué se representa algo en una fuente y para quienes. En este sentido, el Antiguo Testamento le presenta al historiador estos problemas, y por ello no es apropiado considerarlo nuestra guía primaria, nuestro esquema de reconstrucción histórica. En efecto, existen múltiples problemas interpretativos como para utilizar el texto bíblico como fuente principal para una historia moderna de Israel6, y metodológicamente es más cauto, si no correcto, apelar al testimonio de las fuentes primarias –epigráficas y arqueológicas– que a una reflexión antigua sobre el pasado de Israel que no es contemporánea a los hechos que evoca y que tampoco tiene como intención presentarlos de manera historicista o en nuestros términos modernos.

Pongamos un ejemplo precisamente con los escritos del Antiguo Testamento. Las historias sobre Israel usualmente abarcan el período entre circa el siglo XIII al siglo VI a.C. en Palestina. Por otro lado, la evidencia disponible nos permite sostener que los textos bíblicos fueron producidos, creados, escritos entre los siglos VI-V y II a.C. (cf. Davies, 1995 [1992]). Lógicamente, el Antiguo Testamento cae en la categoría de fuente secundaria. Ahora bien, este hecho no ha pasado inadvertido por los estudiosos bíblicos; pero debido a la influencia cultural y religiosa de la Biblia (que le confiere un carácter de verdad revelada que afecta aún en nuestros días la predisposición crítica de muchos investigadores) parece no ser tomado en seria cuenta, quizás debido a que un cierto número de eventos narrados en el libro bíblico de Reyes parece corroborarse con la información primaria que proviene de fuentes contemporáneas a los hechos evocados que datan de entre los siglos IX y VI a.C. (cf. Grabbe, 1997, 25-26). Sin embargo, esta corroboración a primera vista no debe conducirnos a proponer soluciones simplistas a nuestros problemas de reconstrucción histórica.

En relación a esto, pues, tomemos el ejemplo específico de la invasión del rey asirio Sennaquerib al Levante, poniendo bajo sitio a la ciudad de Jerusalén en 701 a.C. Tanto los anales reales asirios como el libro bíblico de Reyes describen este evento7. Prácticamente, no existen dudas de que aconteció; la conjunción de tal evocación en dos fuentes distintas nos proporciona un principio de seguridad –arqueológicamente, podemos constatar solamente la destrucción de la ciudad de Laquish, también nombrada con Jerusalén en el registro asirio de conquistas8–. Pero el quid de la cuestión reside en el nivel interpretativo y en la calidad de cada una de las fuentes. El registro epigráfico asirio –y yendo más allá de la ideología militarista que caracteriza a la inscripción– nos proporciona, junto con la información arqueológica, un dato considerablemente seguro de que Sennaquerib sitió a Jerusalén y, eventualmente, impuso un tributo a su rey, Ezequías, como era costumbre de los imperios militarizados.

Sin embargo, en el relato bíblico, la versión difiere un tanto. Aquí Sennaquerib pone sitio a la ciudad pero ésta es salvada gracias a la intervención de un ángel guerrero enviado por Yahweh que logra expulsar a los invasores asirios. Nada se dice del tributo impuesto por el dominio asirio. ¿En cuál de las dos versiones podemos depositar nuestra confianza? Sin dudas, y no obstante su notable sesgo ideológico, el relato asirio posee preeminencia puesto que es contemporáneo al evento; no sucede lo mismo con el pasaje bíblico, que no se encuentra evidenciado –materialmente– sino hasta una fecha muy posterior al evento. Si bien ambos documentos son un producto de un discurso mítico, la prioridad de la fuente asiria se basa en la triangulación interpretativa que podemos establecer entre a) fuente textual primaria; b) registro arqueológico; c) interpretación constructiva de la historia del período. El pasaje bíblico queda relegado a un segundo lugar puesto que, si bien existe confirmación arqueológica de la invasión de Sennaquerib, el testimonio del libro de Reyes sobre ese evento, no sólo pertenece a una época posterior a la incursión asiria –como notábamos–, sino que no tiene la intención de establecerse como crónica de eventos militares (como sí lo tiene el testimonio asirio); más bien, el propósito del relato de Sennaquerib y Ezequías en la Biblia es ser instrumento de iluminación filosófico-teológica en donde «lo histórico» –en nuestros términos– es irrelevante (i.e., la moraleja del relato es que el rey Ezequías, siendo fiel a Yahweh, logró expulsar al ejército asirio).

Este no es el único ejemplo –en efecto– que podemos citar entre la narrativa bíblica y fuentes extra-bíblicas; aquí, nos servirá para señalar que la utilidad de la narrativa bíblica para la historia de Israel se halla condicionada por la existencia de fuentes externas al texto que puedan corroborar el contenido de esta narrativa, que puedan “contener” la extensión de nuestra interpretación histórica (cf. Lemche, 1999, 11-28, esp. 20-24). En última instancia, ninguna interpretación antigua de los hechos del pasado debe reemplazar o guiar nuestra propia interpretación moderna del pasado, así como tampoco debe “llenar los huecos” de nuestra investigación de manera directa con el solo propósito de otorgarle coherencia.

Una mejor utilización de los escritos del Antiguo Testamento –como ya señalamos– proviene de comprender la dimensión mítica presente en estos textos. Debe notarse que por «dimensión mítica» no estamos refiriéndonos a algo necesariamente falso o ficticio. La evocación mítica del pasado hace referencia a que los hechos narrados tienen un sentido que va más allá de su carácter objetivo-real (cf. Wyatt, 2001); lo importante en la evocación mítica es la relación entre los actores de la trama narrativa –por ponerlo en términos literarios– y la sociedad o los grupos sociales a quienes están dirigidos. En este sentido, los escritos del Antiguo Testamento tienen un altísimo valor literario, filosófico e intelectual, comparable a los escritos de Platón, Heródoto o Tito Livio, puesto que, sin importar que la evocación haga uso de hechos históricos constatados en otras fuentes, lo que realmente posee relevancia es para qué se evocan esos hechos en las sociedades antiguas, para qué se habla del pasado. Podemos sugerir que la intención, muy probablemente, sea didáctica y moralista antes que historicista y objetiva.

La evocación histórica del pasado en la antigüedad oriental y clásica poseía claras intenciones aleccionadoras y relativas al universo intelectual de esas sociedades9, lejos de las pretensiones modernas de conocer los hechos “como en realidad han sucedido”. Esta perspectiva de interpretación puede ser empleada prácticamente con la gran mayoría de escritos de la antigüedad del Mediterráneo y Asia occidental, incluyendo aquí algunas composiciones griegas como la Ilíada y la Odisea de Homero10.

La segunda cuestión que debemos tratar es la de la aplicación de modelos teóricos para reconstruir las condiciones sociales, económicas y políticas de las sociedades antiguas. En los estudios de la historia de Israel, esta técnica interpretativa data de mediados de los años sesenta, como indicábamos más arriba, y su contribución fundamental fue otorgar explicaciones más sofisticadas tanto de cuestiones de estructura social en la antigua Palestina como de interpretaciones ideológicas de los textos bíblicos utilizados, esto es, el análisis del contexto social de los textos, del lugar de emisión de esos textos y del lugar de recepción, de quiénes escribían y creaban estos textos y para quiénes eran producidos. Así pues, el aporte general de perspectivas antropológicas y sociológicas, en conjunto con la aplicación de modelos interpretativos de la teoría literaria, permitieron, por un lado, producir una interpretación mejor de la historia de Israel en la antigüedad oriental y, por otro, comprender en mejores términos la naturaleza literaria de los escritos bíblicos11.

Sin embargo, y no obstante este notable progreso interpretativo, vistos desde un punto de vista crítico estas metodologías de interpretación histórica y social terminaron produciendo realidades virtuales de una sociedad antigua de Palestina. En efecto, la suposición del carácter histórico del contenido de las narrativas bíblicas ofrece un obstáculo considerable para poder alcanzar una reconstrucción –o una construcción, si se prefiere– que se aparte de las usuales racionalizaciones que la historiografía tradicional ha hecho de ellas.

Ahora bien, de acuerdo a lo ya señalado, el carácter secundario de las narrativas del Antiguo Testamento y su naturaleza mítica impiden la posibilidad de aplicar directamente modelos sociológicos o antropológicos a aquellas imágenes evocadas en el texto con fines de reconstrucción histórica de un período de Palestina –en realidad, y si deseamos ser más precisos, la mera aplicación es ciertamente posible; no es, asimismo, metodológicamente correcta y sus resultados son altamente cuestionables sin una confirmación externa al texto y de primera mano–. Sí podemos, por otra parte, tratar de pensar acerca de quiénes escribieron los textos bíblicos, para quiénes eran escritos y con qué motivaciones. En efecto, quizás este sea el uso más apropiado que podemos hacer del material textual; y, nuevamente, las palabras de Liverani (1995 [1988], 215) resultan ilustrativas de nuestra perspectiva al sostener que: “por desgracia, generalmente se ha preferido buscar un fantasmagórico «núcleo histórico» de las tradiciones, utilizando los textos en función de los episodios narrados en ellos, cuando lo correcto sería buscar las alusiones a las situaciones del tiempo en el que se redactaron, y descubrir con qué fines se redactaron”.

Una rápida respuesta a esta cuestión sobre la base de estudios recientes, y en referencia a nuestro tema, nos permite indicar que es muy probable que los escribas que produjeron la literatura bíblica hayan formado parte de una élite religiosa en Palestina (y en Mesopotamia) durante la segunda mitad del primer milenio a.C., y que el público receptor de tal literatura era parte de la propia élite y las motivaciones literarias eran las de proporcionar un sentido de identidad socio-religiosa mediante la evocación de tradiciones antiguas, canonizadas en algún momento de su historia (probablemente hacia el siglo II a.C.) y reverenciadas como revelación divina por las generaciones posteriores12.

Pero volviendo a nuestra argumentación, la cuestión es cómo hacer historia empleando las fuentes a nuestra disposición a través de modelos interpretativos críticos. Un ejemplo de esto es el problema de la conformación sociopolítica de Palestina en la primera mitad del primer milenio a.C. Si leemos la Biblia, especialmente el libro de Reyes, nos hacemos una imagen contundente de un imperio israelita –o de un Estado-nación, como anacrónicamente señalan algunos autores (cf. Holladay, 1995, 386-393)–. En efecto, hablar del rey David o de su hijo Salomón es hablar indudablemente de una monarquía, y estudios recientes siguen considerando los reinos de estos monarcas míticos racionalizando la narrativa bíblica a partir de la aplicación de modelos provenientes del ámbito de la antropología política, especialmente de su vertiente cultural-evolucionista.

Así pues, el reinado de Saúl –verdadero primer rey de Israel, siguiendo el libro de Samuel– habría constituido un dominio típico de las sociedades de jefatura; posteriormente, se habría producido una “evolución” en el Estado temprano de David, la cual terminaría por concebir una ordenación estatal “completa” con el Estado burocrático de Salomón13. Sin embargo, la cuestión no es tan simple como parece. Si ponemos –momentáneamente– a un lado la narrativa bíblica y apelamos al testimonio del registro arqueológico, lo que encontramos en el suelo de Palestina a duras penas puede ser referido como una formación estatal –estamos pensando aquí en manifestaciones edilicias, etc.–; más aún, no hay registros arqueológicos hasta el momento de una existencia de archivos reales o centros de administración burocrática, características delatoras –entre algunas otras–de una presencia estatal14.

En fin, puesto a un lado el relato bíblico, la idea de un Estado israelita de características imperiales en la antigua Palestina desaparece a la luz de una interpretación crítica del registro arqueológico. Así pues, postular tipologías como “Estado temprano” o, mucho más, “Estado-Nación” para interpretar históricamente el registro arqueológico de Palestina no parece tener mucho sentido puesto que no se pueden atestiguar fuera de la narrativa bíblica. Ahora, por otro lado, si interpretamos el registro arqueológico de acuerdo con el aporte del registro etnográfico del Medio Oriente actual, conjuntamente con la evidencia epigráfica, podemos encontrar una mejor interpretación de la evidencia disponible al sostener que la ordenación sociopolítica de Palestina durante –al menos– los dos milenios anteriores a Cristo fue aquella basada en relaciones de patronazgo (cf. Lemche, 1996); esto es, por un lado, un señor o patrón prestigioso, con un cierto poder, por el otro, un conjunto de clientes, y entre ambos un vínculo de reciprocidades sociales desiguales, similar en cierto sentido al existente en las sociedades cuya estructuración social total se basa en el parentesco y –más importante aún– que se encuentra lejos de una ordenación ostensiblemente estatal, o que –al menos– presenta importante dificultades para la aparición del monopolio de la coerción estatal y su consolidación en estas sociedades15.

En suma, la aplicación de modelos provenientes de las disciplinas sociales nos puede aportar el medio para ganar conocimiento sobre una sociedad antigua; sin embargo, esta aplicación debe estar basada en evidencia primaria y falsable, esto es, comprobable. El Antiguo Testamento nos proporciona imágenes de ordenamiento sociopolítico en Israel que a duras penas puede ser constatado en el registro arqueológico debido a que este documento no hace referencia al tipo de historia que buscan los historiadores. Así pues, los resultados de la aplicación de un modelo teórico a la información que nos proporciona esta fuente textual corresponderán más a un ejercicio intelectual dentro de un mundo literario que a una constatación propiamente histórica.

Consideraciones finales - De la escritura de una historia de Israel en la antigua Palestina

Finalmente, deseo resumir estos lineamientos someros para alcanzar una construcción crítica de la historia de Israel en la antigua Palestina así como de su mundo social total. Está claro que debemos mantener una actitud crítica –ante los ensayos previos de la historiografía tradicional– para obtener resultados realmente positivos y construir una historia de Israel en la antigua Palestina en mejores condiciones. No sólo debemos distinguir, en nuestro ámbito de estudios, entre fuentes históricas primarias y secundarias sino que la interpretación de dichas fuentes debe ser también crítica. No se trata, asimismo, de retornar metodológicamente al positivismo decimonónico que pretendía dejar que las fuentes hablaran por sí mismas. Sin embargo, debemos crear algún tipo de control interpretativo sobre nuestras fuentes; la distinción entre fuentes primarias y secundarias se constituye, así, en un paso heurístico de importancia en una metodología histórica crítica, a partir del cual podemos seguir avanzando en nuestra interpretación del pasado.

El tipo de interpretación de fuentes históricas que la historiografía tradicional del antiguo Israel de los siglos XIX y XX hizo estuvo claramente signada por motivaciones ideológico-culturales de cuño religioso: el interés por recobrar científicamente el “mundo de la Biblia”, el deseo romántico de recuperar y conocer el origen de nuestras expresiones religiosas y culturales. El lugar de importancia que ocupa la Biblia en la historia de nuestra civilización occidental marcó esta búsqueda; y la intención de probar su veracidad a través de disciplinas científicas terminó produciendo, en efecto, una historia virtual16 de Israel, fusión acrítica de una narrativa mítica y de argumentos lógicos.

Para evitar este procedimiento y su producto, en principio debemos elegir nuestras fuentes, dándole prioridad a aquellas que sean no sólo primarias sino evidenciables. En Palestina, el resultado de la práctica arqueológica y la interpretación epigráfica son nuestras fuentes primarias; toda corroboración que hagamos de eventos o estructuras sociales en el Antiguo Testamento debe ser posterior, y debe estar “controlada” por estas fuentes extra-bíblicas. En adición a esto, podría integrarse la información que otras disciplinas, como la demografía, la climatología, la etnografía, la antropología, la sociología, etc., nos puedan aportar para hacernos de una imagen crítica de este pasado. Una vez que estos principios críticos de método sean integrados en la práctica historiadora podremos acceder a mejores resultados interpretativos de la evidencia a nuestra disposición.

Ahora bien, seguramente, vista desde esta perspectiva metodológica, la historia de Israel en Palestina será considerablemente distinta de aquella presente en el texto bíblico, será una historia cuyos actores principales no serán individuos heroicos sino silenciosos agentes colectivos que nos proporcionarán las pautas económicas, sociales, demográficas, políticas, etc. de las sociedades de esta región. Asimismo, también podremos comprobar que gran parte de los eventos narrados en la narrativa veterotestamentaria no tienen lugar en la historia (en esa construcción moderna del pasado que llamamos historia) de Palestina: no podremos hablar más, en términos históricos, de un período de los Patriarcas, de un Éxodo israelita masivo de Egipto, de una conquista de Canaán, de un período de los Jueces o de una gloriosa Monarquía Unida. ¡Y, por cierto, así debe ser!, puesto que es nuestra propia versión moderna del pasado de Israel; la versión mítica, la que dio vida a todos estos episodios bíblicos, pertenece al mundo intelectual en el cual los escritos surgieron, eventualmente –y en lugares determinados– conformando lo que hoy conocemos como Antiguo Testamento. En este sentido, ciertamente, es una versión que originalmente nunca estuvo dirigida a nosotros, occidentales modernos, sino a una sociedad desaparecida hace bastante tiempo en un rincón cultural del antiguo Oriente17. Y este es un aspecto importante y a tener en seria cuenta para empezar a escribir una historia realmente secular de Israel en la antigua Palestina.

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Notas

* Este trabajo se basa en un ponencia presentada en el Encuentro Interdisciplinario en Ciencias Sociales de Jóvenes Investigadores, Universidad Nacional de La Plata, Octubre de 2004. Las problemáticas tratadas aquí han sido consideradas en mayor detalle en mi Tesis de Licenciatura La Biblia y la historia. Consideraciones históricas y antropológicas sobre el surgimiento de Israel en la antigua Palestina, Universidad Nacional de La Plata, 2005.

1 Cf. Dever, 1985; 2000; y la crítica en Thompson, 1996.

2 Véase Grabbe, 2000, para una reseña de este proceso historiográfico.

3 En una carta a F. Perthes, en 1837, Droysen afirmaba: “Das wahre Faktum steht nicht in den Quellen... Man braucht einen höheren Gesichtpunkt als das Kritisieren der Quellen” (“el verdadero hecho no reside en las fuentes... Se necesita un punto de partida [de interpretación] más agudo, como la crítica de las fuentes”; la traducción es mía); citado en Knauf, 1991, 27. Sobre la concepción filosófica del historicismo decimonónico, véase Schnädelbach, 1980 [1974].

4 La referencia es a Christian Erslev y su Historisk Teknik (cf. Lemche, 1999, 12ss.).

5 Liverani, 1973, 179 (la traducción es mía).

6 Para una discusión crítico-textual del Antiguo Testamento (o Biblia Hebrea), véase Tov, 2001.

7 Cf. la evidencia epigráfica en Pritchard, 1955, 287-288; y la evidencia bíblica en 2 Reyes 18-19. Puede verse una reciente discusión de este evento en los estudios reunidos en Grabbe, 2003.

8 Cf. Mazar, 1990, 420s., 427-435.

9 Cf. al respecto las consideraciones en Lemche, 2000.

10 La cuestión de la historicidad de la guerra de Troya, evento descrito en la Ilíada, –de la misma manera que con los escritos “históricos” del Antiguo Testamento– permanece en el ámbito de lo probable; aunque, de hecho, no poseemos evidencias históricas que confirmen el relato homérico. Debemos insistir: más allá de la confirmación de eventos o datos históricos en los relatos épicos o míticos de la antigüedad, lo relevante es el motivo didáctico y no la precisión historicista en esa evocación de lo pasado. Para una reciente evaluación de las excavaciones arqueológicas en el sito de Troya (la moderna Hissarlik, en Turquía), cf. Jansen, 1995.

11 Cf. las consideraciones en Carter, 1996.

12 Cf. Davies, 1995 [1992], 72-89 y ss.; también Lemche, 1993. Sobre el judaísmo en Palestina durante la segunda mitad del primer milenio a.C. y comienzos de la era cristiana, véase en general Grabbe, 1992.

13 Cf. Finkelstein, 1989; Schäfer-Lichtenberger, 1996. Debe señalarse que actualmente Finkelstein ha revisado su comprensión de la emergencia estatal en Palestina, relegando la Monarquía Unida a una “época dorada” del pasado de Israel que poco tiene que ver con los procesos históricos en la región (cf. Finkelstein, 1999; Finkelstein y Silberman, 2001, 123-250). Para una crítica a la utilización de modelos interpretativos provenientes del evolucionismo cultural, véase Lemche, 1990.

14 Cf., entre otros, Thompson, 1992, 215-300, 409-410; Ofer, 1994; Steiner, 2002, 42-53.

15 Al respecto, cf. Pfoh, 2004a, 150-153; 2004b, 51-69. En general, sobre las sociedades de patronazgo, cf. Davis, 1983 [1977]; Eisenstadt y Roniger, 1984; Gellner y otros, 1986 [1977].

16 Cabe remarcar que la historia virtual (o contrafáctica) como ejercicio historiográfico stricto sensu puede tener un cierto valor en nuestras interpretaciones del pasado. En efecto, como señala Exum (2000, 7), “los contrafácticos son útiles como instrumento heurístico; investigar escenarios históricos alternativos puede agudizar nuestra conceptualización de las preguntas importantes. Explorar los contrafácticos es un juego elaborado. Pero, como muchos juegos, es jugado con una intención seria. Si se juega con éxito, tratar con los ‘que tal si...’ puede conducirnos a hacer mejores preguntas ante la información disponible desde hace tiempo. Más aún, la historia contrafáctica nos ayuda a enfocar [nuestra atención] en la ‘historia’ desde la perspectiva de sus participantes, antes que desde la narrada por quienes conocen ‘el fin’” (la traducción es mía). Ahora bien, un ejercicio historiográfico no debe confundirse propiamente con metodologías erróneas de interpretación histórica y con la integración acrítica de fuentes.

17 Con respecto a la creación del pasado por parte de los escribas bíblicos, véase Davies, 1995 [1992], 90-127; Lemche, 1998, 86-132; Thompson, 1999, passim.

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Actualizado el 12/07/2005
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