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Transoxiana 14
Agosto 2009
Index 14
ISSN 1666-7050

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Cazadores, Guerreros y Soldados

Los paradigmas míticos detrás de una guerra

Lic. Ana Silvia Karacic

(este artículo ha sido publicado en “Páginas del Sur”, Primavera-Verano’99-00)

La imagen que el mundo entero tiene de los Balcanes es la de un gran caldero donde se mezclan diferentes etnias, credos y tendencias políticas. Eso es verdad. Lo que casi nunca se deslinda es la responsabilidad de los intereses externos a las zonas en conflicto propiamente dichas. El estallido de la guerra de Bosnia se atribuyó a estas diferencias. El gobierno serbio dirigía al mundo el mensaje del enfrentamiento interno y de la necesidad de su intervención para garantizar la seguridad de su minoría étnica en Bosnia, a la vez que escondía detrás de esa cortina de humo sus verdaderas razones. Los problemas en Kosovo no son recientes ni mucho menos el resultado de la invasión actual del ejército serbio. Los temores de esta provincia de Serbia comenzaron en forma concreta el día en que Milosevic -en el año 1989, prácticamente tres años antes de los acontecimientos en Bosnia- revocó su autonomía. El miedo se acrecentó para Kosovo ante el espectáculo del despliegue de violencia y sadismo con que se realizaba la “limpieza étnica” en Bosnia. La misma que se realizaría luego allí.

No fueron estos los primeros conflictos registrados en la zona. Los Balcanes –que en lengua turca quiere decir “montañas”- recibieron, desde una remota antigüedad, oleadas de invasiones. Su geografía intrincada y de difícil acceso permitió la utilización como refugio de las áreas montañosas, dando la oportunidad a estos pueblos de sobrevivir manteniendo sus tradiciones, del mismo modo en que ocurrió en el Cáucaso.

Los acontecimientos de los últimos cincuenta o sesenta años en esa región son todavía memoria viva y hablan por sí mismos. No se pueden negar las barreras obvias entre estos pueblos pero la pregunta es si estas diferencias son suficientes para justificar “ese” tipo de guerra (que es invasiva y por lo tanto ofensiva) así como la ira y el odio no contenidos, volcándose irracionalmente. Aunque en la actualidad esta no es la única guerra, parecería que la repetición de los conflictos en los Balcanes y en medio del mundo civilizado nos retrotrae a una situación o podríamos decir estadio más antiguo, casi ancestral, donde el odio racial y religioso del que tanto se habla constituiría sólo la punta del iceberg.

Tanto en Bosnia como en Kosovo, y dejando de lado los ataques con armamento y en base a estrategias de tipo convencional, se verificó con horror -por parte del mundo entero- el aniquilamiento de pueblos y aldeas de campesinos con una violencia indescriptible, donde entre un ser humano y el otro no había más distancia que la de un arma blanca. Lejos de la razón y la cordura, creemos que semejantes métodos tienen su raíz y surgen desde el fondo mismo del inconsciente. En Bosnia, la densidad de los bosques y la escabrosidad de las montañas, permitió tácticas de acecho y ataque que reproducían la de los animales predadores. De ellos aprendieron los cazadores, y de éstos los guerreros; pero, si hay un patrón que responde al comportamiento arquetípico de la relación animal predador-presa (casi equivalente a la del cazador-presa), existe también un punto en el que se bifurca, fractura y degrada en los guerreros. Son estas las características que emergen arrastrando consigo hacia la superficie memorias atávicas.

“Balcanización” es un término utilizado actualmente para indicar la “fragmentación” de un territorio en otros más pequeños y hostiles entre sí, estados que luchan por conseguir una independencia. Si bien este término es relativamente nuevo, la fragmentación como fenómeno se produce sistemáticamente en esta región desde hace por lo menos 4000 ó 4500 años. Comenzó con la subdivisión de los antiguos ilirios, tracios y dacios en infinidad de confederaciones tribales que se enfrentaban en forma permanente. Más allá de las derivaciones étnico-linguísticas e influencias que se produjeron entre ellos, los eslavos y los iranios, cabe destacar que su vecindad -en los casos en que la hubo-, contribuyó a marcar grandes similitudes y diferencias entre los mismos eslavos. La historia nos habla de su llegada a la zona Carpato-balcánica en los primeros siglos de la era cristiana, en más de una oleada. La de los croatas y serbios dataría de comienzos del siglo VI (ambos estuvieron en estrecho contacto con tribus iranias). En tanto que los albaneses serían los descendientes de tribus ilirias aún más antiguas.

Admitiendo las causas por todos conocidas y ya mencionadas, nos preguntamos si esas otras -más lejanas y profundas- son las que han llevado a una “fragmentación”, ya no sólo en el plano concreto sino en un estrato donde los que determinan el comportamiento son otros paradigmas. En un nivel tan oscuro de la psique inconsciente donde todavía el instinto se imponía, en donde lo intuitivo llevó al hombre arcaico a experimentarse como objeto, sin solución de continuidad entre él y su entorno. Sin conciencia de sí mismo como diferente de aquello que lo rodeaba y sin saber tal vez que había surgido ya un primer pensamiento porque tampoco sabía que podía tenerlo. El mundo se le imponía avasallando seguramente su capacidad de asombro. Y más tarde, probablemente en un atisbo de autoconciencia plasmaría su vivencia cotidiana y aquella otra -la que lo excedió-, la trascendente, en mitos y rituales.

Creemos que existe un hilo que nos lleva hacia ese pasado y que en él podemos encontrar elementos que, basados en ciertos paradigmas mítico-rituales, podrían contribuir a la comprensión de otras situaciones. Esta no es una explicación ni una respuesta concreta al “por qué” de la guerra, es un intento de arrojar algo de luz sobre el comportamiento ritual del hombre frente a lo que consideró un adversario y, en algunos casos una amenaza para sí mismo, su familia y/o su territorio. Esto último respondería a una actitud defensiva y explicaría cierto descontrol en el enfrentamiento; pero cuando la actitud es ofensiva e invasiva, ¿qué motiva el odio y el descontrol cuando el adversario como tal no existe? ¿qué símbolos y rituales provenientes del inconsciente se manifestaron entonces?

Para comprender el concepto de territorialidad deberíamos ir tan lejos como podamos hasta llegar a ese universo instintivo-intuitivo de los primeros homínidos. Este concepto juega un papel fundamental en el conflicto balcánico. Podríamos ir aún más allá, hasta los mismos animales predadores cuya defensa del territorio es el mejor ejemplo del aspecto positivo de la agresividad, pero esa comparación será de mayor interés en casos puntuales.

Cuando Mircea Eliade hablaba de “solidaridad mística” entre el hombre paleolítico y el animal, plasmaba la experiencia que más arriba mencionábamos. El proceso por el cual la especie humana desarrolló la conciencia del ego tiene una historia tan larga como el tiempo que nos separa del primer homínido. En los estadios más arcaicos de la experiencia filogenética, el dominio del inconsciente era absoluto y esto llevaba a la no diferenciación entre el mundo interno del hombre y el externo. La naturaleza en su totalidad, y los animales especialmente, eran considerados -en tanto fuente de alimento- como sus iguales, porque del mismo modo los seres humanos constituían su fuente de alimento. Podríamos tal vez pensar que ese intercambio, por llamarlo de alguna manera, contribuía a la no diferenciación consciente de esos ámbitos pero no le impedía darse cuenta de la necesidad de la existencia de los animales para su propia supervivencia.

Las escenas de caza pintadas en el interior de las cavernas indican, entre otros, dos elementos de suma importancia para comprender esta relación solidaria. En primer lugar las cámaras utilizadas para las pinturas no cumplían nunca la función de habitación. De los estudios realizados en los sitios en cuestión nunca los niveles de habitación coincidieron con aquellos que contenían las pinturas con excepción de los casos en que la ocupación de la caverna se realizó mucho tiempo después. Esto indica que se diferenciaba cualitativamente el espacio elegido para las pinturas de aquel destinado a la experiencia cotidiana. En segundo lugar, los motivos pictóricos muestran que en las escenas de caza en muy contadas ocasiones el hombre está junto a un animal, sólo aparece éste último con las armas (lanzas generalmente) clavadas en su cuerpo. Esto es producto de un pensamiento de tipo mágico, una manera de conjurar el resultado de la caza sin incorporar la imagen humana a la escena. Por otro lado, abundan las imágenes de hombres disfrazados con piel de animal, mayormente de ciervo o toro, utilizando también la cabeza y cornamenta a manera de máscara y en muchos de estas aparecen entregados a una danza, que se presume ritual y muy posiblemente de tipo extático. De todo esto, pensamos –basándonos en la experiencia de comunidad- que puede deducirse por parte del hombre la existencia de un sentimiento de respeto y en ocasiones también de reverencia y subordinación. La noción del Señor de los Animales es una prueba de esto.

El acto de disfrazarse con la piel del animal para realizar una cacería parece también haber sido un hecho normal y lleva a, por lo menos, tres conclusiones. La primera sería la de la búsqueda de una mimetización que facilite la misma; la segunda la creencia en que la piel, cabeza y sangre en tanto contenedoras de la energía vital del animal (también concepción de tipo mágico) le es transferida al hombre, y la tercera, sería el desplazamiento de la responsabilidad de la muerte hacia una imagen que disfrazada, la aleja de la humana. En este último caso hay ya un evidente sentimiento, tal vez todavía inconsciente, de transgresión de la vida y que se correspondería con la casi ausencia de figuras humanas en las escenas de caza en las que animal aparece herido o muerto.

Cabe aquí destacar que, en este estadio paleolítico, la necesidad de invadir –si puede usarse el término en este contexto- el territorio del animal, o el animal el del hombre, responde a la necesidad de supervivencia, a un instinto básico, y que la defensa de ese territorio por cualquiera de las partes también es una necesidad. La agresividad es un instinto, innato en los animales y en el hombre. Su aspecto positivo nos ayuda a sobrevivir, sin ella la especie humana habría dejado de existir hace mucho tiempo. En los animales el comportamiento agresivo llega a su grado más alto en el acto de matar para alimentarse, pero no hay en ese acto pasión ni crueldad, sólo responde a un impulso vital. Los animales de la misma especie no se exterminan salvo en los casos en que se verifica una sobrepoblación en una zona dada y aún así, el proceso está regido por una ley natural. Cuando un macho invade el territorio de otro de su misma especie es disuadido de sus intenciones por medio de manifestaciones ritualizadas de poder por parte del “dueño” del territorio. Al reconocer la supremacía del oponente el vencido muestra su flanco, alguna parte vulnerable de su cuerpo, como signo de reconocimiento. El vencedor entonces, no se ensaña ni lo persigue, la señal de sumisión enviada es suficiente para detenerlo.

Pero no pueden aplicarse estos patrones de conducta a los seres humanos, al menos no en los estadios en que se supone la existencia de una toma de conciencia de sí mismos, como especie. Si bien en el paleolítico hay una toda una serie de comportamientos rituales que reproducen los de los animales, estos pertenecen al universo complejo del inconsciente. Afloran revestidos de miedos atávicos, deseos, creencias primordiales no concientizadas y mimetismos arcaicos. En esta etapa, cuando la agresividad surge está probablemente muy ligada todavía a lo que el hombre observa en su entorno. Actualmente no puede decirse que la agresividad como adaptación biológica sea necesaria. Anthony Storr parafraseando a Konrad Lorenz dice:

“… precisamente porque los seres humanos están tan mal dotados de armas naturales, carecen de inhibiciones poderosas que les impidan dañar a miembros de su propia especie. Los animales mejor armados están mejor protegidos por inhibiciones contra la agresividad dirigida contra miembros de su propia especie; y si los hombres tuvieran colmillos o cuernos estarían menos inclinados -y no más- a matarse los unos a los otros. El arma artificial es un ingenio demasiado cerebral para que la naturaleza proporcione salvaguardas adecuadas contra ella.” (1)

En tanto cazador, el hombre imitaba a su predador-presa. Los testimonios arqueológicos indicarían que tenía una cierta conciencia de la necesidad de preservar a aquellos animales que constituían su alimento. Durante el estadio de pastor-guerrero los estudios realizados muestran la pervivencia de ciertas creencias que responden a paradigmas míticos y cuya ritualización repite patrones de comportamiento animal, heredados de los antiguos cazadores. En la región balcánica, durante la Edad del Hierro, los pueblos dacios, tracios y los ilirios, sabían ya de las conversiones rituales de los guerreros en animal predador. Las danzas frenéticas bañados en la sangre de animales y cubiertos con su piel constituía un recurso para la caída en un trance extático donde las inhibiciones y los límites no existían. Poco después llegaron las diferentes tribus eslavas. También ellos conocían estas experiencias. La memoria antigua de la solidaridad mística afloraba como una pulsión irrefrenable. Mircea Eliade y V. Hernández Catalá sostienen que esa memoria se transmitió a la especie. Eliade decía que la persecución y asesinato del animal salvaje fue el modelo utilizado para la conquista de otros pueblos y territorios, así como la fundación de estados, y que entre los asirios, iranios, dacios tracios y turco-mongoles las técnicas de caza y de guerra son tan parecidas que difícilmente pueden separarse. Por eso el orden moral de esta cultura se basa en el paradigma de la oposición y la conquista. (2)

Pero en algún momento de la historia algo cambió. El “recuerdo” del gran predador no reproducía el comportamiento del cazador que mataba por necesidad y que dio origen a todo un paradigma mítico, ya no era necesaria la existencia de una amenaza para canalizar los impulsos agresivos, y si bien las tácticas de guerra y la invasión de un territorio reproducían las de la caza, las motivaciones eran diferentes. De la agresividad se pasó al odio, ¿cuándo?, es casi imposible decirlo, sabemos que hay un gran cambio en las concepción de la vida y de la muerte, así como en el ámbito religioso y sacrificial durante la Edad del Hierro. Esto responde a un proceso en que la conciencia y la necesidad de autoafirmación del ego pugnaban por tomar distancia del inconsciente. El temor que esta lucha interna generaba no se concientizaba, pero se manifestaba en la conducta. La negación del propio miedo y la afirmación del poder para ocultar la todavía profunda debilidad del ego llevó al mecanismo ya mencionado de la oposición y la conquista: “yo no tengo miedo, y soy poderoso”. El acto de matar a otro ser humano se convertiría en un intento de aniquilar el propio temor y al mismo tiempo, paradójicamente, reclamar para sí el poder de la deidad que da la vida y que la quita. (3)

De esta forma, desde mediados de la Edad de Bronce en adelante, se sucedieron con frecuencia creciente invasiones y sobre-imposiciones de un pueblo sobre otro. En la región carpato-balcánica se impuso el “ethos” guerrero por sobre todas las cosas. La concepción de la muerte había variado radicalmente. La vivencia de los guerreros pastores semi-nómades que llegaron a estas tierras era diferente a la de los agricultores. En estos últimos predominaba una cosmovisión cíclica en donde los procesos vitales estaban incluidos (nacimiento-crecimiento-madurez-decadencia-muerte-renacimiento). En los guerreros predominaba una concepción casi lineal en donde la muerte era considerada el final de la vida. No quiere esto decir que no creyeran en una vida post-mortem, sino que, dicho de otro modo, la muerte era una alternativa de la vida. El entorno natural, la relación con otros pueblos o tribus imponían la lucha para sobrevivir. En torno a este cambio fundamental de concepción se habrían articulado también otras oposiciones que determinaron creencias y patrones de conducta, por ejemplo: espíritu-naturaleza, hombre-naturaleza, hombre-animal, masculino-femenino y, relacionado con el “ethos” guerrero: hombre-hombre.

Entonces predominaba un pensamiento de tipo tribal en el cual el desafío, la conquista y la invasión del territorio ajeno se hacían imprescindibles. Por un lado se buscaba “afuera” de uno mismo la unidad pérdida y, por otro lado se utilizaba como un paliativo para la angustia que la ruptura de esa totalidad ocasionaba, el sacrificio de los prisioneros de guerra (sin importar que fueran guerreros o no), porque en ellos se veía una amenaza a la posición, creencias y valores del propio grupo tribal.

El físico David Bohm (4) llama a esta tendencia a la polarización hostil en el hombre, tanto en los sentimientos como en sus concepciones, “fragmentación de la conciencia”, y dice:

“The widespread and pervasive distinctions between people (race, nation, family, profession, etc.) which are now preventing mankind from working together for the common good, and indeed, even for survival, have one of the key factors of their origin in a kind of thought that treats things as inherently divided, disconnected, and ‘broken up’ into yet smaller constituent parts. (…) Each man thinks of himself in this way, he will inevitably tend to defend the needs of his own ‘Ego’ againsts those of the others; or, if he identifies with a group of people of the same kind, he will defend this group in a similar way. He cannot seriously think of mankind as the basic reality, whose claims come first. (…) If he thinks of the totality as constitued of independent fragments, then that is how his mind will tend to operate, but if he can include everything coherently and harmoniously in an overall whole that is undivided, unbroken, and without a border … then his mind will tend to move in a similar way, and from this will flow an orderly action within the whole.”

Si proyectáramos estos conceptos hacia el pasado, teniendo en cuenta la permanente fragmentación y oposición de los pueblos eslavos en territorio balcánico desde tiempos inmemoriales, obtendríamos otra probable causa de conflictos.

Debemos tener presente que los pueblos balcánicos mantuvieron vivas antiguas tradiciones que se transmitieron oralmente a lo largo de los siglos. La puesta por escrito de este cúmulo de mitos, leyendas y costumbres se plasma a partir de los siglos IX y X en adelante. El esfuerzo por mantener la memoria de la tradición actúa a veces como un filtro, reteniendo sin proponérselo muchos contenidos inconscientes. Demás está decir que éste no es un proceso que se haya manejado voluntariamente. La difusión de las leyendas asociadas a la caza ritual se relacionan con la persecución de un ciervo o un bovino que conduce a los pastores-guerreros al descubrimiento de un territorio en el que se fundará luego un Estado. Hay aquí dos motivos superpuestos, uno de origen antiguo (la caza ritual) y otro más reciente (la persecución por parte de pastores y no de cazadores). No hay que olvidar que la ideología de la caza, con todos los elementos presentes en ella -desde los concretos a los abstractos- sufre las transformaciones ya mencionadas en la del pastor-guerrero, donde si bien se repite el esquema básico, hay una relación verticalizada del hombre con respecto al animal. El poder de controlar y matar se ejercita en base a la creencia en la inferioridad de este último en relación al primero (lo cual está en la base de la oposición).

Dice Mircea Eliade:

“De este modo, aunque se trate de fases correspondientes a momentos históricos distintos, que representan expresiones culturales independientes, se advierte una analogía estructural entre la persecución colectiva de la caza, la guerra, la invasión de un territorio por unos inmigrantes y el comportamiento de los fugitivos y los proscritos. Todos cuantos llevan a cabo una de estas operaciones se comportan como lobos, puesto que, desde cierto punto de vista, y por razones diferentes, todos ellos se disponen a ‘fundar un mundo’. Dicho de otro modo: al imitar el modelo mítico, esperan dar comienzo a una existencia paradigmática y aspiran a sentirse libres de la debilidad, la impotencia o la desventura ligadas a la condición humana.” (5)

El toro forma parte de un complejo también mítico-ritual que pertenece a un contexto primordialmente paleolítico y que se prolonga hasta llegar al heroico, más cercano a los mitos de fines de la Edad del Bronce y del Hierro. Estos mitos, presentes en los Balcanes y en el Mediterráneo en general, dieron lugar posteriormente a estudios sobre la tauromaquia (donde ésta se asocia a un ritual de características iniciáticas de tipo heroico). Si bien están presentes en una misma zona diferentes fases míticas, hay una relación intrínseca que las une. Esa relación no siempre responde a un desarrollo fluido y natural donde las diferentes etapas del proceso se corresponden unas a otras coherentemente. Por el contrario, si bien la relación primordial del cazador-presa de la que hablábamos antes es prácticamente el paradigma inicial, las etapas que le siguen son las que evidencian la disociación y degradación del esquema original también antes mencionado. Aquí, desde el pastor-guerrero en adelante (en sentido amplio, dado que es innegable la existencia dentro de los mismos eslavos de excepciones) tanto las diferentes etapas como los nexos entre una y otra sigue un patrón caótico que, tiene en sí mismo un “orden”. Ese “orden” está dado por la repetición de actos irracionales en los que el propio miedo se proyecta convirtiéndose en ira y ferocidad para generar en el “otro” ese mismo miedo.

Los simbolismos concomitantes a estas representaciones arquetípicas no se detuvieron en el paleolítico sino que se proyectaron hasta la actualidad, El toro representa no sólo la fertilidad sino también la agresividad y la fuerza incontrolable. Durante el siglo VIII la Iglesia se manifestó en contra de los rituales en que poseídos por un “furor heroicus”, los hombres se disfrazaban con máscaras y pieles de toro.

La pervivencia inconsciente de estos rituales mágico-religiosos relativos a la caza -y que se realizaban previamente a la guerra- fue comprobada pocas semanas antes de la declaración formal de la guerra por parte de Serbia y su invasión a los territorios de Bosnia y Herzegovina en la primavera de 1992. Un antropólogo español que recorría el Mediterráneo realizando estudios sobre la tauromaquia llegó a Herzegovina, específicamente a la ciudad de Mostar a orillas del río Neretva. Un viejo puente de piedra une la ciudad que el río divide, de un lado había comunidades serbias, musulmanas y croatas, del otro musulmanes y croatas. Para su asombro, este investigador vio y filmó una escena que lo dejó perplejo: siete u ocho hombres, que luego pudo identificar como serbios, avanzaban cruzando el puente. Iban desnudos, bañados en sangre y cubiertos sus hombros con pieles de toro, utilizaban como máscaras las mismas cabezas de los animales. Sumidos en una danza frenética, llegaron hacia el otro lado de la ciudad, persiguiendo y aterrorizando a las personas que encontraban a su paso. Él pudo reconocer un antiguo ritual paleolítico que realizan los cazadores previamente a iniciar la cacería.

Podemos establecer aquí paralelismos señalados anteriormente, la utilización de la piel para mimetizarse en el caso paleolítico adquiere aquí un sentido inverso, la necesidad de marcar la diferencia entre el cazador y la presa, donde el miedo de la presa (las personas) incentivaba el comportamiento agresivo. En segundo lugar, el ritual en sí mismo remite a su sentido mágico para conjurar el resultado final a través de la fuerza vital proveniente de la sangre y la piel del animal, acá podría marcarse una correspondencia entre ambos casos. Pero la tercera característica, la del desplazamiento de la responsabilidad de la muerte acudiendo al ocultamiento en un disfraz -para tomar distancia entre el cazador y la presa (victimario-víctima)-, sólo se buscaría en este caso, a diferencia del otro, por un “impulso reflejo” del inconsciente, dado que no existió intención consciente de negar o desligarse de la responsabilidad que les cabría luego por las muertes.

Otro elemento, que también encuentra su correspondencia en el paradigma mítico de la persecución del uro y la fundación de un Estado es la incursión en sí misma hacia el otro sector de la ciudad, hecho que anticipa los movimientos expansionistas posteriores cuyo objetivo era la evidente ocupación del territorio.

¿Qué relación tiene este episodio con los atroces acontecimientos que siguieron? ¿Tenían estos hombres algún conocimiento de que estaban repitiendo un comportamiento arquetípico, previo a la cacería? ¿Sabían que este era el preámbulo de una guerra donde las tácticas sólo serían convencionales hasta cierto punto? Creemos que no. Carl G. Jung dijo una vez: “Apenas nos toca lo inconsciente, ya nos volvemos inconscientes de nosotros mismos”. No parecía que se estuviera librando una guerra sino un ritual donde la gente era acechada y atacada como solían hacerlo los lobos en esa misma zona. Sólo podríamos comprender lo que ocurrió desde la emergencia desde lo inconsciente de instintos ancestrales, de lo contrario no habría palabras para describir y mucho menos para justificar estos hechos. Si bien la misma lucha reprodujo hasta cierto punto el comportamiento del predador, no es patrimonio de este último la tortura ni el gozo por el sufrimiento del adversario de su propia especie. Allí se produce la bifurcación entre el animal (e incluso el cazador en sus primeras etapas) y los soldados que siguieron patrones que responden a una morbosidad enfermiza. Este es uno de los mejores ejemplos de la fuerza con que afloran los paradigmas mítico-rituales largamente practicados por nuestros antepasados. Si bien es importante tener en cuenta que hay aquí una reactualización del ritual, éste se desvía de las concepciones y valores que primordialmente le dieron origen. Se repite un esquema pero cualitativamente se verifica una inversión de esos mismos valores. Es también la prueba viva de que todo nuestro pasado como especie está presente en nosotros hoy.

Es difícil imaginar que este modo de concebir la vida, el ser humano y la realidad en su totalidad –explicado ya más arriba-, pudo arraigarse, estancarse en una época determinada y permanecer en ese estado a través del tiempo, transmitiéndose dentro de un grupo étnico determinado y siempre en aumento. En caso de ser posible, la proyección de esta cosmovisión al presente traería también consigo una carga concentrada por un estancamiento de siglos. Sus consecuencias serían la multiplicación de la violencia y el odio desenfrenado. Estos contenidos colectivos habrían ido permeando todo un modo de pensar y vivir. La historia nos ofrece cientos de ejemplos de estas “memorias”, pero no todas son tan amargas ni oscuras.

Más que conclusiones lo que surgen son preguntas: ¿qué es lo que derriba las barreras de lo moral, lo ético, el respeto por el otro hasta llegar a límites inimaginables? Tal vez sólo la Sombra, nuestro lado oscuro reprimido sea capaz de irrumpir desde lo abismal arrastrando a su paso los límites, esa ética y ese respeto que nos permite reconocernos en el otro. ¿puede esta irrupción de lo inconsciente anular lo consciente a tal extremo? ¿cuál es el verdadero detonador de estas situaciones y cuáles las causas de su estancamiento? No conocemos las respuestas concretas. Explicar todo por las diferencias étnico-religiosas y políticas, o simplemente por intereses económicos, es ofrecer sólo una faceta del conflicto como una consecuencia de la conjugación de esas circunstancias. Las causas de un odio que genera semejante tipo de guerra deben necesariamente tener raíces más profundas y posiblemente –a pesar de nuestros intentos-, todavía están demasiado lejos de nuestra comprensión.

Notas y bibliografía citada

(1) Storr Anthony, La Agresividad Humana, Alianza Editorial, Madrid 1987

(2) Eliade Mircea, De Zalmoxis a Gengis Khan, Ediciones Cristiandad, Madrid 1985

(3) Baring A/Cashford J. The Myth of the Goddess, Inglaterra, 1993, pp 163ss.
Durante la guerra de Bosnia, los cascos de muchos soldados serbios tenían una leyenda que rezaba:

“Somos serbios, somos ateos, luchamos contra Dios”, hay aquí una necesidad de reafirmarse en la identidad, es el equivalente al “no tengo miedo”. En “luchamos contra Dios” encontramos reflejada la otra parte de la ecuación: “y soy poderoso”.

(4) Ibid. pp 670-71

(5) Eliade Mircea, Op. Cit. p 33

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